Contra la igualdad de oportunidades
Por José Natanson
uy de moda en estos días, la concepción liberal de la igualdad de oportunidades propone generar las condiciones para que todos los ciudadanos puedan, con creatividad y esfuerzo, desarrollar plenamente sus capacidades a lo largo de su vida, y que cada uno llegue hasta donde pueda. Partiendo de la premisa casi diríamos filosófica de que los seres humanos somos diversos y que no tiene sentido pretender que todos deseen, hagan o ganen lo mismo, el liberalismo busca construir una única línea de largada, como la que contiene a los corredores de cien metros, las manos en tierra, la flexión elástica de las rodillas, antes de que el disparo habilite la competencia. Por eso el énfasis igualitarista está puesto en evitar las discriminaciones de cuna y remover los obstáculos que enturbian la carrera.
Una metáfora posible es la del fútbol. ¿Por qué los pobres son tan buenos jugadores como los ricos? Porque el fútbol es un deporte que no exige una inversión inicial, alcanza con algo de espacio y una pelota, y que está básicamente al alcance de cualquiera (mismas condiciones para todos), y porque se despliega en función de un reglamento que no distingue el origen social de los participantes (reglas claras). Para los liberales, la desigualdad –considerada, insistamos, una derivación natural de la misma esencia humana– genera un proceso de competencia que, como la selección natural de las especies, hace que las sociedades progresen. La desigualdad es, en definitiva, justa, porque es resultado del sacrificio y la autosuperación, una idea que puede parecer contra-intuitiva pero que está bien afianzada en el rincón meritocrático del argentinean dream: mi hijo el dotor.
Frente a este planteo, el enfoque de la igualdad de resultados sostiene que la desigualdad no es un dato inconmovible de la naturaleza sino una construcción social reformable. Por eso, en lugar de enfatizar las posibilidades de circulación entre una posición social y otra procura acortar la distancia que las separa: más que apuntar a que los hijos de los inmigrantes lleguen a ser, pongamos, abogados exitosos, el objetivo es que la brecha que aleja al obrero del abogado se achique o, al menos, se vuelva tolerable.
Consideradas en sus derivas más extremas, ambas nociones han producido todo tipo de crueldades, del terror estalinista a las guerras emprendidas por las democracias liberales en Medio Oriente. Pero se trata, bien miradas, de dos perspectivas diferentes de justicia, que a su vez implican una determinada visión del rol del gobierno y sus políticas públicas. La igualdad de oportunidades, al menos en sus interpretaciones más progresistas, asume la necesidad de construir un piso social para que luego los individuos puedan competir libremente, lo que supone enfrentar las discriminaciones por motivos de raza, lugar de nacimiento y género, combatir la pobreza y, sobre todo, garantizar educación pública de calidad, mientras que la igualdad de resultados, al menos en sus interpretaciones más moderadas, apuesta a un sistema de seguridad social poderoso, la acción del Estado como distribuidor del ingreso y, sobre todo, una estructura impositiva progresiva, dentro de la cual el impuesto a las ganancias, una de las grandes creaciones políticas del siglo XX y al que le estamos debiendo un desagravio, ocupa un lugar centralísimo.
Si la concepción liberal de la igualdad de oportunidades considera que las sociedades progresan por vía meritocrática (competencia asegurada por el mercado), la perspectiva de la igualdad de resultados cree que lo hacen a través de la construcción colectiva de bienes públicos (solidaridad garantizada por el Estado); si el liberalismo define a los individuos en función de lo que los distingue (su identidad), la igualdad de resultados los concibe por lo que tienen en común (su posición en la estructura social). Por eso el liberalismo considera a las clases sociales como el equivalente a la belleza de Moria Casán, el encanto paisajístico de Mar del Plata o la resistencia peronista: mitos del siglo XX.
Experiencias
Decíamos que la igualdad de oportunidades está de moda. Y en efecto, por su apelación al progreso individual, el recurso retórico a la segunda persona del singular (“quiero que estés cada día un poco mejor”), el objetivo explícito de su política social, que no es reducir la desigualdad sino eliminar la pobreza, y desde luego su programa económico, orientado a desmontar el entramado de controles, regulaciones e intervenciones heredado del gobierno anterior, el macrismo sintoniza cristalinamente con esta perspectiva, evocada por el presidente en dos oportunidades en su discurso de asunción. El hecho de que buena parte de su gabinete esté integrado por funcionarios que ocuparon altos cargos en empresas privadas (“hombres exitosos”) subraya esta línea de superación que está en la base del enfoque liberal de la igualdad de oportunidades.
Sin embargo, la experiencia histórica indica que los países más liberales son también los más injustos. Estados Unidos es más desigual que Alemania (Gini de 0,469 contra 0,283), del mismo modo que Gran Bretaña (0,328) es más desigual que Francia (0,305), mientras que en América Latina el liberalismo chileno (Gini de 0,521) generó una sociedad más inequitativa que el cuasi-socialismo uruguayo (0,403) (nótese que se trata en todos los casos de países que, con sus más y sus menos, funcionan, lo que demuestra que ambas concepciones pueden resultar en cierto modo positivas) (1).
¿Por qué los países más liberales son más injustos que aquellos que apostaron a un Estado fuerte, una economía intervenida y una estructura impositiva más exigente? Más allá de los procesos históricos concretos, el enfoque de la igualdad de resultados, en tanto apunta a mejorar las condiciones de una posición determinada de la pirámide social, lleva naturalmente a establecer relaciones con quienes se encuentran en ese mismo lugar: su consecuencia es el cambio social por vía de la acción colectiva, al estilo de los socialismos, los populismos o las revoluciones del siglo pasado, mientras que la perspectiva de la igualdad de oportunidades empuja a los individuos no a cambiar la circunstancia de un grupo o clase social sino sencillamente a superarla. Mientras que en el primer caso el resultado es la impugnación más o menos reformista, más o menos revolucionaria del statu quo, en el segundo es una apuesta individual, como mucho familiar, a encontrar una salida.
Pero además la igualdad de resultados mejora también la igualdad de oportunidades. Siguiendo con la metáfora espacial, es evidente que si la distancia entre un lugar en la escala social y otro es chica entonces será más fácil atravesarla. “Al revés de lo que dice la leyenda –escribe François Dubet, uno de los grandes especialistas en el tema– hay más movilidad social en Francia que en Estados Unidos. El llamado a la igualdad de oportunidades no dice nada de las distancias que separan las condiciones sociales, y estas pueden ser tan grandes que los individuos no lleguen a atravesarlas nunca, con excepción de algunos héroes de los cuales uno se pregunta si no serán el árbol de la fluidez que no deja ver el bosque de la inmovilidad, o sea, héroes de pura propaganda” (2).
Los datos acompañan esta afirmación: en Estados Unidos y Gran Bretaña, entre el 40 y el 50 por ciento del nivel socioeconómico de los padres se “transmite” a sus hijos, mientras que en países como Dinamarca, Noruega o Finlandia este determinismo se reduce al 20 por ciento (3). El estudio más completo sobre igualdad de oportunidades elaborado en Argentina, que como señala Marcelo Zlotogwiazda no casualmente fue elaborado por FIEL (4), concluye que la movilidad social entre generaciones es menor aquí que en los países desarrollados.
Final
Los funcionarios provenientes de la empresa privada probablemente tengan mucho que aportar a la gestión pública, como revela, por citar un caso extemporáneo, la interesante gestión de Miguel Galuccio, ex gerente de Schlumberger, al frente de YPF. Por confianza personal, inclinación ideológica o convicción política, Macri ha apostado a ellos para ocupar lugares centrales de su gobierno, lo que reintroduce la cuestión de la igualdad de oportunidades en el debate público. Insistamos con que se trata, al igual que la perspectiva de la igualdad de resultados, de una propuesta de justicia, que además es complementaria: salvo los liberales utópicos a lo Friedman y unos pocos comunistas remanentes, todos coinciden en que el modelo ideal combina una sociedad relativamente igualitaria (que asegure la paz social) y relativamente meritocrática (que asegure el progreso). La cuestión es cómo, y en qué proporciones.
Concluyamos entonces con una de las respuestas más sugerentes, la que proporciona John Rawls en su famosa Teoría de la justicia (5), donde trata de establecer cuál es el grado ideal de igualdad de una sociedad determinada. Rawls propone un ejercicio teórico sencillo: imaginar una sociedad en la que sus integrantes decidan libremente el nivel de igualdad deseado, pero con una trampa: aunque libres y racionales, los individuos desconocen el lugar social que ocupan. Este “velo de ignorancia” respecto de su posición en la pirámide social, el hecho de no saber si son pobres o ricos, conduce, dice Rawls, a una sociedad más justa: por el temor a resultar desfavorecidos, los ciudadanos, incluso los ex gerentes de multinacionales, las estrellas deportivas y los herederos, coincidirán en la necesidad de construir un umbral mínimo de satisfacción para todos y en aceptar la prosperidad de los que más tienen siempre y cuando lleve a un progreso social que genere también beneficios para los demás.
1. Datos del PNUD.
2. François Dubet, ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), Siglo XXI, 2015, y Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades, Siglo XXI, 2014.
3. Miles Corak, “Do poor children become poor adults? Lessons from a cross country comparison of generational earnings mobility”, Discussion Paper Nº 1993, IZA.
4. FIEL, “La igualdad de oportunidades en la Argentina: movilidad intergeneracional en los 2000”.
5. John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, 1979.
Una metáfora posible es la del fútbol. ¿Por qué los pobres son tan buenos jugadores como los ricos? Porque el fútbol es un deporte que no exige una inversión inicial, alcanza con algo de espacio y una pelota, y que está básicamente al alcance de cualquiera (mismas condiciones para todos), y porque se despliega en función de un reglamento que no distingue el origen social de los participantes (reglas claras). Para los liberales, la desigualdad –considerada, insistamos, una derivación natural de la misma esencia humana– genera un proceso de competencia que, como la selección natural de las especies, hace que las sociedades progresen. La desigualdad es, en definitiva, justa, porque es resultado del sacrificio y la autosuperación, una idea que puede parecer contra-intuitiva pero que está bien afianzada en el rincón meritocrático del argentinean dream: mi hijo el dotor.
Frente a este planteo, el enfoque de la igualdad de resultados sostiene que la desigualdad no es un dato inconmovible de la naturaleza sino una construcción social reformable. Por eso, en lugar de enfatizar las posibilidades de circulación entre una posición social y otra procura acortar la distancia que las separa: más que apuntar a que los hijos de los inmigrantes lleguen a ser, pongamos, abogados exitosos, el objetivo es que la brecha que aleja al obrero del abogado se achique o, al menos, se vuelva tolerable.
Consideradas en sus derivas más extremas, ambas nociones han producido todo tipo de crueldades, del terror estalinista a las guerras emprendidas por las democracias liberales en Medio Oriente. Pero se trata, bien miradas, de dos perspectivas diferentes de justicia, que a su vez implican una determinada visión del rol del gobierno y sus políticas públicas. La igualdad de oportunidades, al menos en sus interpretaciones más progresistas, asume la necesidad de construir un piso social para que luego los individuos puedan competir libremente, lo que supone enfrentar las discriminaciones por motivos de raza, lugar de nacimiento y género, combatir la pobreza y, sobre todo, garantizar educación pública de calidad, mientras que la igualdad de resultados, al menos en sus interpretaciones más moderadas, apuesta a un sistema de seguridad social poderoso, la acción del Estado como distribuidor del ingreso y, sobre todo, una estructura impositiva progresiva, dentro de la cual el impuesto a las ganancias, una de las grandes creaciones políticas del siglo XX y al que le estamos debiendo un desagravio, ocupa un lugar centralísimo.
Si la concepción liberal de la igualdad de oportunidades considera que las sociedades progresan por vía meritocrática (competencia asegurada por el mercado), la perspectiva de la igualdad de resultados cree que lo hacen a través de la construcción colectiva de bienes públicos (solidaridad garantizada por el Estado); si el liberalismo define a los individuos en función de lo que los distingue (su identidad), la igualdad de resultados los concibe por lo que tienen en común (su posición en la estructura social). Por eso el liberalismo considera a las clases sociales como el equivalente a la belleza de Moria Casán, el encanto paisajístico de Mar del Plata o la resistencia peronista: mitos del siglo XX.
Experiencias
Decíamos que la igualdad de oportunidades está de moda. Y en efecto, por su apelación al progreso individual, el recurso retórico a la segunda persona del singular (“quiero que estés cada día un poco mejor”), el objetivo explícito de su política social, que no es reducir la desigualdad sino eliminar la pobreza, y desde luego su programa económico, orientado a desmontar el entramado de controles, regulaciones e intervenciones heredado del gobierno anterior, el macrismo sintoniza cristalinamente con esta perspectiva, evocada por el presidente en dos oportunidades en su discurso de asunción. El hecho de que buena parte de su gabinete esté integrado por funcionarios que ocuparon altos cargos en empresas privadas (“hombres exitosos”) subraya esta línea de superación que está en la base del enfoque liberal de la igualdad de oportunidades.
Sin embargo, la experiencia histórica indica que los países más liberales son también los más injustos. Estados Unidos es más desigual que Alemania (Gini de 0,469 contra 0,283), del mismo modo que Gran Bretaña (0,328) es más desigual que Francia (0,305), mientras que en América Latina el liberalismo chileno (Gini de 0,521) generó una sociedad más inequitativa que el cuasi-socialismo uruguayo (0,403) (nótese que se trata en todos los casos de países que, con sus más y sus menos, funcionan, lo que demuestra que ambas concepciones pueden resultar en cierto modo positivas) (1).
¿Por qué los países más liberales son más injustos que aquellos que apostaron a un Estado fuerte, una economía intervenida y una estructura impositiva más exigente? Más allá de los procesos históricos concretos, el enfoque de la igualdad de resultados, en tanto apunta a mejorar las condiciones de una posición determinada de la pirámide social, lleva naturalmente a establecer relaciones con quienes se encuentran en ese mismo lugar: su consecuencia es el cambio social por vía de la acción colectiva, al estilo de los socialismos, los populismos o las revoluciones del siglo pasado, mientras que la perspectiva de la igualdad de oportunidades empuja a los individuos no a cambiar la circunstancia de un grupo o clase social sino sencillamente a superarla. Mientras que en el primer caso el resultado es la impugnación más o menos reformista, más o menos revolucionaria del statu quo, en el segundo es una apuesta individual, como mucho familiar, a encontrar una salida.
Pero además la igualdad de resultados mejora también la igualdad de oportunidades. Siguiendo con la metáfora espacial, es evidente que si la distancia entre un lugar en la escala social y otro es chica entonces será más fácil atravesarla. “Al revés de lo que dice la leyenda –escribe François Dubet, uno de los grandes especialistas en el tema– hay más movilidad social en Francia que en Estados Unidos. El llamado a la igualdad de oportunidades no dice nada de las distancias que separan las condiciones sociales, y estas pueden ser tan grandes que los individuos no lleguen a atravesarlas nunca, con excepción de algunos héroes de los cuales uno se pregunta si no serán el árbol de la fluidez que no deja ver el bosque de la inmovilidad, o sea, héroes de pura propaganda” (2).
Los datos acompañan esta afirmación: en Estados Unidos y Gran Bretaña, entre el 40 y el 50 por ciento del nivel socioeconómico de los padres se “transmite” a sus hijos, mientras que en países como Dinamarca, Noruega o Finlandia este determinismo se reduce al 20 por ciento (3). El estudio más completo sobre igualdad de oportunidades elaborado en Argentina, que como señala Marcelo Zlotogwiazda no casualmente fue elaborado por FIEL (4), concluye que la movilidad social entre generaciones es menor aquí que en los países desarrollados.
Final
Los funcionarios provenientes de la empresa privada probablemente tengan mucho que aportar a la gestión pública, como revela, por citar un caso extemporáneo, la interesante gestión de Miguel Galuccio, ex gerente de Schlumberger, al frente de YPF. Por confianza personal, inclinación ideológica o convicción política, Macri ha apostado a ellos para ocupar lugares centrales de su gobierno, lo que reintroduce la cuestión de la igualdad de oportunidades en el debate público. Insistamos con que se trata, al igual que la perspectiva de la igualdad de resultados, de una propuesta de justicia, que además es complementaria: salvo los liberales utópicos a lo Friedman y unos pocos comunistas remanentes, todos coinciden en que el modelo ideal combina una sociedad relativamente igualitaria (que asegure la paz social) y relativamente meritocrática (que asegure el progreso). La cuestión es cómo, y en qué proporciones.
Concluyamos entonces con una de las respuestas más sugerentes, la que proporciona John Rawls en su famosa Teoría de la justicia (5), donde trata de establecer cuál es el grado ideal de igualdad de una sociedad determinada. Rawls propone un ejercicio teórico sencillo: imaginar una sociedad en la que sus integrantes decidan libremente el nivel de igualdad deseado, pero con una trampa: aunque libres y racionales, los individuos desconocen el lugar social que ocupan. Este “velo de ignorancia” respecto de su posición en la pirámide social, el hecho de no saber si son pobres o ricos, conduce, dice Rawls, a una sociedad más justa: por el temor a resultar desfavorecidos, los ciudadanos, incluso los ex gerentes de multinacionales, las estrellas deportivas y los herederos, coincidirán en la necesidad de construir un umbral mínimo de satisfacción para todos y en aceptar la prosperidad de los que más tienen siempre y cuando lleve a un progreso social que genere también beneficios para los demás.
1. Datos del PNUD.
2. François Dubet, ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), Siglo XXI, 2015, y Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades, Siglo XXI, 2014.
3. Miles Corak, “Do poor children become poor adults? Lessons from a cross country comparison of generational earnings mobility”, Discussion Paper Nº 1993, IZA.
4. FIEL, “La igualdad de oportunidades en la Argentina: movilidad intergeneracional en los 2000”.
5. John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, 1979.
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