Las venas abiertas de América Latina
La división internacional del trabajo consiste en
que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del
mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder
desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a
través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y
América Latina perfeccionó sus funciones. Este ya no es el reino de las
maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada
por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de
plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al
servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el
hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los
alimentos con destino a los países ricos que ganan, consumiéndolos, mucho más
de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos
que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin
y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la
Alianza para el Progreso, «hablar de precios justos en la actualidad es un
concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización…».
Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más
cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios.
Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado
externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que
fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados
internos dominados. «Se ha oído hablar de concesiones hechas por América Latina
al capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los Estados Unidos al
capital de otros países… Es que nosotros no damos concesiones», advertía, allá
por 1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba seguro: «Un
país -decía- es poseído y dominado por el capital que en él se haya invertido».
Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los
cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes de
que los peregrinos del Mayflower se
establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada
más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una
América de segunda clase, de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas abiertas.
Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en
capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se
acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus
profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de
consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y
la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados,
desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A
cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de
la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las
dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto
también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños
por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que
las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de
víveres y mano de obra. (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las
veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la actualidad).
Para quienes conciben la historia como una
competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el
resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes
ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo
de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del
capitalismo mundial. Nuestra derrota
estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado
siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y
sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se
transfigura en chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. Potosí,
Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de
los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina
fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del
caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o
ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para
creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el
imperialismo usurpa. La lluvia que irriga
a los centros del poder imperialista
ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el
bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro, dominadas
desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de
bestias de carga.
(GALEANO, Eduardo. Las venas abiertas
de América Latina, 1ª
ed. 7ª reimp. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores).
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